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Pergaminos, ¿guardáis vosotros la verdad? {Edmond}
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Ex umbra in solem :: Reino de Moriel: Morada de lo Oscuro :: Moriel; Capital del Reino :: Zona Residencial :: Feudo Valencourt
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Pergaminos, ¿guardáis vosotros la verdad? {Edmond}
La tenue luz de un único candelabro iluminaba a duras penas la estancia. Siluetas sinuosas se proyectaban en las cuatro paredes, casi fantasmagóricamente. Fuera, oscuridad y nada más, pues la principal característica de la noche era ésa. Oscuridad. Quizá se podría decir que era durante la noche cuando los habitantes de Moriel estábamos más despejados, más tranquilos. Más relajados. Porque estábamos como a nuestra naturaleza le gustaba estar. En las sombras. El olor a incienso recorría la sala, producto de una pequeña ramita que había encendido con mis propias manos. Aquel aroma me ayudaba a concentrarme y, para qué negarlo, me encantaba. Así pues, con un rápido movimiento de mano, la ramita de incienso se apagó y la habitación quedó perfecta. Perfecta para una noche algo…complicada.
Sobre la cama había cerca de veinte pergaminos diferentes, todos ellos escritos con la misma caligrafía. Cuidadosamente me senté en la cama y los estudié con la mirada, pensativa, confusa, insegura. ¿Debía seguir con aquello? ¿Realmente era eso lo que quería? Pero una parte de mí lo necesitaba, ansiaba conocer la verdad… Desdoblé uno de los pergaminos y descubrí en él el trazo inigualable de Helene, mi difunta madre. Todas aquellas pequeñas reflexiones que a ella le gustaba escribir en vida. Las guardaba en un pequeño cajón de su dormitorio, el cual encontré una vez muerta. Mis hermanos conocían la existencia de aquellas memorias, mas ninguno de los tres nos habíamos atrevido a leerlas. Por respeto a su intimidad, quizá. Pero yo andaba en busca de respuestas, de cualquier información, relevante o no, acerca del posible paradero de mi padre biológico. Cerré los ojos un instante. ¿Y si lo encontraba, qué? ¿Qué ocurriría? Con toda seguridad él no querría saber de mí, si no me había buscado en diecinueve años… Aunque, claro estaba, cabía la posibilidad de que él no conociera mi existencia. Que mi madre jamás le hubiera dicho nada sobre que aquella noche de lujuria se quedó embarazada. A fin de cuentas, dentro de la familia, siempre que alguien se refería a aquello lo llamaban “desliz”. Sostuve ante mí el pergamino unos segundos más y luego lo volví a dejar junto a todos los demás. Había que tomar una decisión. Leerlos o no. Descubrirlo o no. Conocerlo o no. ¿Qué era lo que yo quería? Quizá allí no decía nada sobre él, pero quizá decía todo (o, al menos, lo justo y necesario) lo que se requería para encontrarlo. ¿Quién sería? ¿Cómo sería? Preguntas que me había hecho toda mi vida. A menudo soñaba con él, aunque en mi sueño no tenía rostro. Sin embargo sí podía ver el color de sus ojos castaños, al igual que los míos, y sus manos envueltas en un resplandor anaranjado antes de lanzar una llamarada… Porque algo me decía que él, como yo, debía poseer dicho don. La piroquinesis. ¿De quién, si no, yo había heredado aquellas dotes? Sabía que no era necesario que él lo tuviera para que yo lo poseyera, no obstante me encantaba fantasear con aquello.
El olor a incienso me mantenía tranquila y relajada, a pesar de que mi corazón latía con fuerza ante tales reflexiones. Nadie sabía de mi propósito por encontrar a mi padre biológico. Ni Edmond ni Nathan (mucho menos este último que vivía totalmente en su mundo) me habían preguntado nunca si quería conocerlo, y tampoco sabía si hablaban de ello a mis espaldas. Aquella idea me atormentaba y me asustaba: ¿mis hermanos hablaban de mí, de mi sangre impura y sucia, cuando estaban a solas? Quizá hasta en alguna ocasión se habían planteado la idea de echarme del feudo Valencourt. Bien nuestra madre era la misma, pero nuestro padre no, y él era quien poseía todo aquello. Ya no, como era obvio, pues todo pertenecía a Nathan. Y a lo mejor con más razón mis sospechas podían volverse realidad. Nada los obligaba a mantenerme y en cualquier momento podía verme en la calle. ¿Qué haría entonces? Pero lo que de verdad hacía que mi corazón se encogiera era la idea de vivir sin ellos, no el problema económico en si. Sin las palabras de apoyo y cariño de Edmond; sin los cuidados y la protección de Nathan. Me volvería loca si me obligaran a vivir sin ellos. Mi corazón todavía se encogía más al pensar que algún día ellos, me echaran o no, terminarían abandonándome. Se casarían con una guapa ciudadana de Moriel, a la que yo odiaría el resto de mis días. Y yo me quedaría sola, a saber dónde. Rechazaría a cualquier caballero que intentara desposarme. No me importaban las habladurías que correrían por toda la ciudad al saber que Meredith Valencourt rechazaba uno tras otro a todos los hombres que intentaban contraer matrimonio con ella; mi corazón ya pertenecía a alguien. Exactamente, estaba dividido en dos. Dos partes que se apagaban día a día, que lloraban, que devoraban mi cordura…
Y de pronto, una pregunta en mi cabeza. ¿Era amor? Meredith, ¿cómo podías dudarlo? ¡Lo era, claro que lo era! Mis ojos brillaban y una sonrisa se apoderaba de mi rostro cuando Edmond se dirigía hacia mí, incluso cuando simplemente me miraba. Me pasaba las noches en vela pensando en cualquier forma para llamar la atención de Nathan desde hacía cuatro años. ¿Y todavía dudaba de si era amor? No, en realidad, no lo era. Era más que eso. Era pasión, devoción hacia ellos. Los adoraba. Los idolatraba. Y, aunque cualquiera se habría escandalizado por tal confesión, me hubiera entregado a ellos mil veces si con eso hubiera conseguido su amor. Nada en el mundo me hacía más dichosa que la sola idea de poseer el corazón de alguno de ellos.
Sacudí la cabeza enfadada conmigo misma. ¿Qué hacía pensando en aquellas cosas justamente aquella noche? Quizá era el incienso, que me hacía meditar sobre aquello. Empecé a arrepentirme de haber encendido aquella pequeña ramita. Revolví los pergaminos con una mano todavía no muy segura de que aquello fuera lo que de verdad quería hacer. ¿Le habría parecido bien a ella, a mi madre, que husmeara entre sus cosas para encontrar a mi padre? ¿O, simplemente, habría querido ella que yo lo encontrara? Cuánta falta me hacías, mamá. Cuánta. Toda la que jamás pensé que me harías cuando no estuvieses. En realidad, siendo sincera, jamás había pensado en ello, en el día en que tú no estuvieses a mi lado. Habría pasado de igual modo, pero no tan pronto. No tan pronto… Una pequeña mancha en el pergamino que tenía debajo me hizo comprender que estaba llorando de nuevo. Ahora sentía rabia hacia mí por ponerme de aquel modo. ¡Idiota! Mi fortaleza, ésa que había construido toda mi vida, parecía derrumbarse cada día que pasaba sin ella. Porque, de un modo u otro, mi madre había sido la única persona que me había amado y yo a ella de igual manera. Un concepto difícil de entender, pero fácil a la vez. Nadie correspondía el amor que yo le tenía (salvo, quizá, Ajax, mi mejor amigo, quien me tenía a mí de igual manera). Y eso era irritable. Entre pergaminos y reflexiones me hallaba cuando escuché unos pasos. Me apresuré a limpiar las lágrimas de mis mejillas, no podía soportar que alguien me viera llorar (eso sólo lo había visto mi madre, y así sería siempre). Fui a tapar con la colcha todos los pergaminos, pero era demasiado tarde: alguien ya había abierto la puerta.
Sobre la cama había cerca de veinte pergaminos diferentes, todos ellos escritos con la misma caligrafía. Cuidadosamente me senté en la cama y los estudié con la mirada, pensativa, confusa, insegura. ¿Debía seguir con aquello? ¿Realmente era eso lo que quería? Pero una parte de mí lo necesitaba, ansiaba conocer la verdad… Desdoblé uno de los pergaminos y descubrí en él el trazo inigualable de Helene, mi difunta madre. Todas aquellas pequeñas reflexiones que a ella le gustaba escribir en vida. Las guardaba en un pequeño cajón de su dormitorio, el cual encontré una vez muerta. Mis hermanos conocían la existencia de aquellas memorias, mas ninguno de los tres nos habíamos atrevido a leerlas. Por respeto a su intimidad, quizá. Pero yo andaba en busca de respuestas, de cualquier información, relevante o no, acerca del posible paradero de mi padre biológico. Cerré los ojos un instante. ¿Y si lo encontraba, qué? ¿Qué ocurriría? Con toda seguridad él no querría saber de mí, si no me había buscado en diecinueve años… Aunque, claro estaba, cabía la posibilidad de que él no conociera mi existencia. Que mi madre jamás le hubiera dicho nada sobre que aquella noche de lujuria se quedó embarazada. A fin de cuentas, dentro de la familia, siempre que alguien se refería a aquello lo llamaban “desliz”. Sostuve ante mí el pergamino unos segundos más y luego lo volví a dejar junto a todos los demás. Había que tomar una decisión. Leerlos o no. Descubrirlo o no. Conocerlo o no. ¿Qué era lo que yo quería? Quizá allí no decía nada sobre él, pero quizá decía todo (o, al menos, lo justo y necesario) lo que se requería para encontrarlo. ¿Quién sería? ¿Cómo sería? Preguntas que me había hecho toda mi vida. A menudo soñaba con él, aunque en mi sueño no tenía rostro. Sin embargo sí podía ver el color de sus ojos castaños, al igual que los míos, y sus manos envueltas en un resplandor anaranjado antes de lanzar una llamarada… Porque algo me decía que él, como yo, debía poseer dicho don. La piroquinesis. ¿De quién, si no, yo había heredado aquellas dotes? Sabía que no era necesario que él lo tuviera para que yo lo poseyera, no obstante me encantaba fantasear con aquello.
El olor a incienso me mantenía tranquila y relajada, a pesar de que mi corazón latía con fuerza ante tales reflexiones. Nadie sabía de mi propósito por encontrar a mi padre biológico. Ni Edmond ni Nathan (mucho menos este último que vivía totalmente en su mundo) me habían preguntado nunca si quería conocerlo, y tampoco sabía si hablaban de ello a mis espaldas. Aquella idea me atormentaba y me asustaba: ¿mis hermanos hablaban de mí, de mi sangre impura y sucia, cuando estaban a solas? Quizá hasta en alguna ocasión se habían planteado la idea de echarme del feudo Valencourt. Bien nuestra madre era la misma, pero nuestro padre no, y él era quien poseía todo aquello. Ya no, como era obvio, pues todo pertenecía a Nathan. Y a lo mejor con más razón mis sospechas podían volverse realidad. Nada los obligaba a mantenerme y en cualquier momento podía verme en la calle. ¿Qué haría entonces? Pero lo que de verdad hacía que mi corazón se encogiera era la idea de vivir sin ellos, no el problema económico en si. Sin las palabras de apoyo y cariño de Edmond; sin los cuidados y la protección de Nathan. Me volvería loca si me obligaran a vivir sin ellos. Mi corazón todavía se encogía más al pensar que algún día ellos, me echaran o no, terminarían abandonándome. Se casarían con una guapa ciudadana de Moriel, a la que yo odiaría el resto de mis días. Y yo me quedaría sola, a saber dónde. Rechazaría a cualquier caballero que intentara desposarme. No me importaban las habladurías que correrían por toda la ciudad al saber que Meredith Valencourt rechazaba uno tras otro a todos los hombres que intentaban contraer matrimonio con ella; mi corazón ya pertenecía a alguien. Exactamente, estaba dividido en dos. Dos partes que se apagaban día a día, que lloraban, que devoraban mi cordura…
Y de pronto, una pregunta en mi cabeza. ¿Era amor? Meredith, ¿cómo podías dudarlo? ¡Lo era, claro que lo era! Mis ojos brillaban y una sonrisa se apoderaba de mi rostro cuando Edmond se dirigía hacia mí, incluso cuando simplemente me miraba. Me pasaba las noches en vela pensando en cualquier forma para llamar la atención de Nathan desde hacía cuatro años. ¿Y todavía dudaba de si era amor? No, en realidad, no lo era. Era más que eso. Era pasión, devoción hacia ellos. Los adoraba. Los idolatraba. Y, aunque cualquiera se habría escandalizado por tal confesión, me hubiera entregado a ellos mil veces si con eso hubiera conseguido su amor. Nada en el mundo me hacía más dichosa que la sola idea de poseer el corazón de alguno de ellos.
Sacudí la cabeza enfadada conmigo misma. ¿Qué hacía pensando en aquellas cosas justamente aquella noche? Quizá era el incienso, que me hacía meditar sobre aquello. Empecé a arrepentirme de haber encendido aquella pequeña ramita. Revolví los pergaminos con una mano todavía no muy segura de que aquello fuera lo que de verdad quería hacer. ¿Le habría parecido bien a ella, a mi madre, que husmeara entre sus cosas para encontrar a mi padre? ¿O, simplemente, habría querido ella que yo lo encontrara? Cuánta falta me hacías, mamá. Cuánta. Toda la que jamás pensé que me harías cuando no estuvieses. En realidad, siendo sincera, jamás había pensado en ello, en el día en que tú no estuvieses a mi lado. Habría pasado de igual modo, pero no tan pronto. No tan pronto… Una pequeña mancha en el pergamino que tenía debajo me hizo comprender que estaba llorando de nuevo. Ahora sentía rabia hacia mí por ponerme de aquel modo. ¡Idiota! Mi fortaleza, ésa que había construido toda mi vida, parecía derrumbarse cada día que pasaba sin ella. Porque, de un modo u otro, mi madre había sido la única persona que me había amado y yo a ella de igual manera. Un concepto difícil de entender, pero fácil a la vez. Nadie correspondía el amor que yo le tenía (salvo, quizá, Ajax, mi mejor amigo, quien me tenía a mí de igual manera). Y eso era irritable. Entre pergaminos y reflexiones me hallaba cuando escuché unos pasos. Me apresuré a limpiar las lágrimas de mis mejillas, no podía soportar que alguien me viera llorar (eso sólo lo había visto mi madre, y así sería siempre). Fui a tapar con la colcha todos los pergaminos, pero era demasiado tarde: alguien ya había abierto la puerta.
Meredith E. Valencourt- Feudales de Moriel
- Mensajes : 60
Fecha de inscripción : 15/09/2010
Re: Pergaminos, ¿guardáis vosotros la verdad? {Edmond}
La música tan agradable a mis odios, el silencio, sólo se veía interrumpida por el crujir del pasar de las hojas del libro que tenia entre las manos. Estaba sentado en el elegante sillón, frente al escritorio de madera oscura y ricamente tallada. La oscuridad era casi total, y a decir verdad ya no sabia decir si era de noche o de dia, en Moriel, en mi vida, la oscuridad siempre estaba presente.
Tampoco el tiempo existía, tan sólo un libro, una taza de bebida caliente y mis pensamientos y emociones. Era enfermizo, estaba enfermo, me pasaba las horas con tres cosas: Oscuridad, silencio y ella, siempre ella. Cada pensamiento, cada sentimiento, cada palabra, cada acción, cada frase que leía... me recordaban a ella, siempre a ella. El bello poema de autor desconocido que ahora leia, me recordaba infinitamente a ella. Yo, con mis ilusiones, vagaba por el mundo fantastico, allá donde existiamos los dos, solo los dos, juntos, y a veces yo estaba feliz, junto a ella, pero casi siempre yo estaba triste, atormentado, detras de su presencia de gracia infinita. Loco, yo estaba loco, obsesionado con un ser humano. ¿Era eso bueno? ¿Era eso vida? Nadie sabia realemente cómo debiamos vivir la vida ¿verdad? ¿Entonces por qué sentir remordimientos? Yo no hacia mal a nadie, tan sólo la imaginaba de mil maneras posibles, Pero me hacia daño a mi. Nada me importaba los demás, tan sólo ella, y mi hermano.
Leí con ojos vidriosos el poema:
Mi imaginación volaba como una gaviota sobre el mar.... Loco, estaba loco sin lugar a dudas. Desesperado, dejé la taza, el libro y mis fantasias sobre la mesa. Abrí la puerta bruscamente y quise dirigirme a las afueras, eso quise, pero mis pies seguian su propio camino ¿Es que quizás tenia el corazón y el alma puestos en mis pies? Y ya estaba ahí, frente a la habitación donde estaba Meredith.... Un suspiro escapó de mis labios. Apoyé la cabeza y la mano sobre la pared...
Apreté el puño, quise golpear la pared, pero eso alertaria a todo el mundo, a ella primero, y lo menos que quería era asustarla. Huí de allí, pero ¿era un sollozo lo que habia oido? Tan acostumbado al silencio, que podia oir un simple sollozo. Oh pero ese sollozo, esa tristeza silenciosa me era tan conocida. Nunca la vi así, pero lo sabia, siempre sabia todo de ella, ella tan fuerte.... Volví sobre mis pasos, y sin pensar, sin pensar para no obligarme a huir y marcharme, y no ver su cara de nuevo, en estos momentos en los que estaba tan inspirado, seria.. un fatal error.
Abrir la puerta fue como ascender al cielo, o al inferno, la oscuridad se aclaró, mis ojos se aclararon ante su belleza, y mi entendimiento solo entendia de sus facciones. Ella nunca lo sabria, mi rostro pareceria tan frio, tan distante... cuando mi corazón latia a mil por hora con tan sólo saber de ella.
- Meredith... - Meredith, Meredith... amado era ese nombre por mi. Pasé por su lado, ignorando todo lo que hacia, por si se me iba la cabeza. Me acerqué a la ventana y abriendo un poco la cotina, miré al exterior, pero veia sin ver, mis ojos estaban en otra parte. Me di la vuelta, observé los papales, la luz, sus manos, y finalmente su cara. Tragué saliva. No existia mayor perfección.
¿Y qué era yo? ¿Qué era sino su hermano, sagre de su sangre? Y mis alma se ensombreció.
- ¿Os encontrais bien? - Que horrendo era, que frio, que estúpido, patán.... cuantas contradicciones dentro de mi, si ella supiese, tan sólo la décima parte de lo que pasaba por mi cabeza. Si supiese... huiria, perdería su amor por siempre, viendo a un mounstruo de hermano. La miraba profundamente ¿No veia el amor en mis ojos? Bajé la mirada, hacia el suelo inerte.
Tampoco el tiempo existía, tan sólo un libro, una taza de bebida caliente y mis pensamientos y emociones. Era enfermizo, estaba enfermo, me pasaba las horas con tres cosas: Oscuridad, silencio y ella, siempre ella. Cada pensamiento, cada sentimiento, cada palabra, cada acción, cada frase que leía... me recordaban a ella, siempre a ella. El bello poema de autor desconocido que ahora leia, me recordaba infinitamente a ella. Yo, con mis ilusiones, vagaba por el mundo fantastico, allá donde existiamos los dos, solo los dos, juntos, y a veces yo estaba feliz, junto a ella, pero casi siempre yo estaba triste, atormentado, detras de su presencia de gracia infinita. Loco, yo estaba loco, obsesionado con un ser humano. ¿Era eso bueno? ¿Era eso vida? Nadie sabia realemente cómo debiamos vivir la vida ¿verdad? ¿Entonces por qué sentir remordimientos? Yo no hacia mal a nadie, tan sólo la imaginaba de mil maneras posibles, Pero me hacia daño a mi. Nada me importaba los demás, tan sólo ella, y mi hermano.
Leí con ojos vidriosos el poema:
Hace de esto ya muchos, muchos años,
cuando en un reino junto al mar viví,
vivía allí una virgen que os evoco
por el nombre de Annabel Lee;
y era su único sueño verse siempre
por mí adorada y adorarme a mí.
Niños éramos ambos, en el reino
junto al mar; nos quisimos allí
con amor que era amor de los amores,
yo con mi Annabel Lee;
con amor que los ángeles del cielo
envidiaban a ella cuanto a mí.
cuando en un reino junto al mar viví,
vivía allí una virgen que os evoco
por el nombre de Annabel Lee;
y era su único sueño verse siempre
por mí adorada y adorarme a mí.
Niños éramos ambos, en el reino
junto al mar; nos quisimos allí
con amor que era amor de los amores,
yo con mi Annabel Lee;
con amor que los ángeles del cielo
envidiaban a ella cuanto a mí.
Mi imaginación volaba como una gaviota sobre el mar.... Loco, estaba loco sin lugar a dudas. Desesperado, dejé la taza, el libro y mis fantasias sobre la mesa. Abrí la puerta bruscamente y quise dirigirme a las afueras, eso quise, pero mis pies seguian su propio camino ¿Es que quizás tenia el corazón y el alma puestos en mis pies? Y ya estaba ahí, frente a la habitación donde estaba Meredith.... Un suspiro escapó de mis labios. Apoyé la cabeza y la mano sobre la pared...
Niños éramos ambos, en el reino
junto al mar; nos quisimos allí...
junto al mar; nos quisimos allí...
Apreté el puño, quise golpear la pared, pero eso alertaria a todo el mundo, a ella primero, y lo menos que quería era asustarla. Huí de allí, pero ¿era un sollozo lo que habia oido? Tan acostumbado al silencio, que podia oir un simple sollozo. Oh pero ese sollozo, esa tristeza silenciosa me era tan conocida. Nunca la vi así, pero lo sabia, siempre sabia todo de ella, ella tan fuerte.... Volví sobre mis pasos, y sin pensar, sin pensar para no obligarme a huir y marcharme, y no ver su cara de nuevo, en estos momentos en los que estaba tan inspirado, seria.. un fatal error.
Abrir la puerta fue como ascender al cielo, o al inferno, la oscuridad se aclaró, mis ojos se aclararon ante su belleza, y mi entendimiento solo entendia de sus facciones. Ella nunca lo sabria, mi rostro pareceria tan frio, tan distante... cuando mi corazón latia a mil por hora con tan sólo saber de ella.
- Meredith... - Meredith, Meredith... amado era ese nombre por mi. Pasé por su lado, ignorando todo lo que hacia, por si se me iba la cabeza. Me acerqué a la ventana y abriendo un poco la cotina, miré al exterior, pero veia sin ver, mis ojos estaban en otra parte. Me di la vuelta, observé los papales, la luz, sus manos, y finalmente su cara. Tragué saliva. No existia mayor perfección.
¿Y qué era yo? ¿Qué era sino su hermano, sagre de su sangre? Y mis alma se ensombreció.
- ¿Os encontrais bien? - Que horrendo era, que frio, que estúpido, patán.... cuantas contradicciones dentro de mi, si ella supiese, tan sólo la décima parte de lo que pasaba por mi cabeza. Si supiese... huiria, perdería su amor por siempre, viendo a un mounstruo de hermano. La miraba profundamente ¿No veia el amor en mis ojos? Bajé la mirada, hacia el suelo inerte.
Edmond Valencourt- Feudales de Moriel
- Mensajes : 33
Fecha de inscripción : 18/09/2010
Localización : Junto a Meredith...
Re: Pergaminos, ¿guardáis vosotros la verdad? {Edmond}
La aparición de Edmond fue bastante inesperada. Había intuído que sería alguna de las doncellas, ellas se quedaban hasta tarde por los pasillos arreglando las últimas cosas antes de irse a dormir y quizá habían escuchado mi llanto. Sin embargo, Edmond, no. Él solía encerrarse en su habitación después de la cena y no sabía más de él. Nathan, más de lo mismo. Y yo...no tenía otra que imitarlos. Aproveché el instante en que mi hermano se aproximó hasta la ventana y observó el exterior para agarrar con ambas manos la colcha de mi cama y tapar todos los pergaminos que en ella descansaban. Abandoné la cama y me puse en pie. Observé mi imagen en el espejo que había en una de las paredes; mi aspecto no era el más adecuado para recibir a nadie. Mis cabellos estaban deshechos, llevaba el camisón blanco de dormir y mi rostro denotaba algo de angustia. Tragué saliva. No, defintivamente no era el mejor estado para recibir a nadie, mucho menos a él. A Edmond. Pero no debía dejar que aquello me afectase o dejara verse en mi rostro que me sentía mal, de ningún modo. Yo era Meredith, la indiferente, la fría, la incluso temida Valencourt.
-Edmond -susurré dejando ver mi sorpresa, mas no había rastro de decepción o tristeza, no. Una visita de uno de mis dos hermanos para mí era como alcanzar el cielo con la punta de los dedos. Me eché por encima una prenda a conjunto con el camisón, algo que me resguardaba mejor del frío, y di un par de pasos, descalza, por la habitación. ¿Me habría escuchado llorar? Probablemente, si no, ¿por qué me haría tal pregunta? O quizá simplemente...se preocupaba por mí. Y eso hacía que se me encogiera el corazón. Pero, una vez más, no dejé que eso influyera en mi comportamiento o en mi expresión. Pasé los dedos por encima de la mesa del tocador y observé a mi hermano-. Perfectamente, aunque no concilio el sueño -admití. Esbocé una pequeña sonrisa-. Nada que no se pueda remediar, no os preocupéis.
El olor del incienso todavía perduraba en toda la sala. Un aroma tan cautivador como entrañable, verdaderamente era algo que adoraba, el incienso... Sí. Crucé los brazos por debajo de mi pecho y me aproxime hasta al enorme ventanal que había en mi habitación, junto al que Edmond todavía se encontraba. Deslicé la mano por el cristal mientras, a su vez, apartaba la cortina para dejar ver el exterior. La luz de la luna lo bañaba todo. De hecho, había más luz en el exterior que en el interior, pues en la sala sólo estaba el tenue resplandor del candelabro. Fruncí los labios mientras mi mirada vagabundeaba por los jardínes del feudo Valencourt, recientemente cortado. Cuánto había vivido en aquel lugar, había crecido jugando entre aquellos matorrales...
-Demasiados recuerdos para tan "pequeño" lugar, ¿no creéis, Edmond? -desvié la mirada hasta mi hermano. En aquel momento, que veía mejor sus ojos, me hizo recordar cuan bellos eran. Volví a sonreír y suspiré mientras, de nuevo, observaba a través del cristal el paisaje. Alguna vez había incendiado (accidentalmente, claro) alguno de los árboles que por allí había.
-Edmond -susurré dejando ver mi sorpresa, mas no había rastro de decepción o tristeza, no. Una visita de uno de mis dos hermanos para mí era como alcanzar el cielo con la punta de los dedos. Me eché por encima una prenda a conjunto con el camisón, algo que me resguardaba mejor del frío, y di un par de pasos, descalza, por la habitación. ¿Me habría escuchado llorar? Probablemente, si no, ¿por qué me haría tal pregunta? O quizá simplemente...se preocupaba por mí. Y eso hacía que se me encogiera el corazón. Pero, una vez más, no dejé que eso influyera en mi comportamiento o en mi expresión. Pasé los dedos por encima de la mesa del tocador y observé a mi hermano-. Perfectamente, aunque no concilio el sueño -admití. Esbocé una pequeña sonrisa-. Nada que no se pueda remediar, no os preocupéis.
El olor del incienso todavía perduraba en toda la sala. Un aroma tan cautivador como entrañable, verdaderamente era algo que adoraba, el incienso... Sí. Crucé los brazos por debajo de mi pecho y me aproxime hasta al enorme ventanal que había en mi habitación, junto al que Edmond todavía se encontraba. Deslicé la mano por el cristal mientras, a su vez, apartaba la cortina para dejar ver el exterior. La luz de la luna lo bañaba todo. De hecho, había más luz en el exterior que en el interior, pues en la sala sólo estaba el tenue resplandor del candelabro. Fruncí los labios mientras mi mirada vagabundeaba por los jardínes del feudo Valencourt, recientemente cortado. Cuánto había vivido en aquel lugar, había crecido jugando entre aquellos matorrales...
-Demasiados recuerdos para tan "pequeño" lugar, ¿no creéis, Edmond? -desvié la mirada hasta mi hermano. En aquel momento, que veía mejor sus ojos, me hizo recordar cuan bellos eran. Volví a sonreír y suspiré mientras, de nuevo, observaba a través del cristal el paisaje. Alguna vez había incendiado (accidentalmente, claro) alguno de los árboles que por allí había.
Meredith E. Valencourt- Feudales de Moriel
- Mensajes : 60
Fecha de inscripción : 15/09/2010
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